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ENTRE HUECOS Y FRAGMENTOS

Si los ojos pudieran hablar, una mirada lo diría todo y nada a la vez. ¿Qué lenguaje más preciso que el de la mirada? Sin mediaciones por los nervios, los segundos pensamientos o incluso las palabras. Decimos que los ojos son el espejo del alma, que la mirada dice más que mil palabras, como si reflejara de forma inmediata todo. Miramos a los ojos cuando no queremos perdernos nada de lo que nos transmite el otro.

Y, aún así, me atrevo a decir que aunque los ojos hablaran, seguiría siendo insuficiente. Porque la mirada permanece individual. Y en tanto que individual, es incapaz de hacer ver a la otra persona lo que ven los propios ojos. En parte, el arte ha intentado jugar ese papel, buscando transmitir el mundo desde los ojos de una persona. Pensamos que las palabras se nos quedan cortas, que la realidad se escapa a ellas, y recurrimos al arte, a la poesía o a la música. Y es que no podemos renunciar a nuestra necesidad de comunicar la vida interior.

No obstante, la riqueza del lenguaje radica en su misma dificultad para transmitir directamente lo que vemos, pensamos o sentimos. Es verdad que no hay una traducción perfecta de la mirada a la lengua, y parte de la vaguedad del lenguaje se hace presente por esa razón. Pero la vida no se inscribe únicamente en la precisión, las líneas rectas o las conclusiones matemáticas. Muchas veces la belleza se pone de relieve en las dificultades, en los huecos y fragmentos. Se articula en el espacio a la imaginación, las consecuencias inesperadas o los momentos de oscuridad. Las situaciones que nos dejan sin aliento, los errores y las equivocaciones son parte de la riqueza cotidiana que se manifiesta también a través del lenguaje.

Cuando la luz es tan directa sentimos la necesidad de entrecerrar los ojos para ver mejor. Lo mismo sucede con la verdad, el amor y el propio lenguaje, que –a pesar de ser realidades nucleares para la vida humana–, muchas veces se hallan entre huecos y fragmentos. Quizás el ejemplo más claro, pero más paradójico, aparece en san Pablo, quien quedó ciego tras haber visto la Verdad.

“La precisión disminuye la verosimilitud”¹, explicaba Bertrand Russell con algo de razón. Hay ocasiones que superan lo mensurable y sin embargo, ponen en bandeja lo verdaderamente importante. Esto no significa que no podamos conocer la verdad y expresarla sin medias tintas. Russell admite que sería un error suponer que el conocimiento vago sea falso². “Los seres humanos tenemos una relación viva con la verdad”³. Afirmar que en esta relación se inserta el lenguaje, no equivale a quitarle certeza. Sino a destacar tanto su carácter humano, como la dimensión intertemporal de la verdad. La paradoja aparece porque aspiramos a un saber universal –que efectivamente llega a verdades universales y necesarias. Pero la vida no se da en abstracto, sino en lo concreto. Es así que adquieren relevancia especial los matices y los espacios en blanco.

 

Hay algo que Russell en su búsqueda de la verdad –propia de los filósofos–, no terminó de ver: el lenguaje es rico porque no siempre es matemático, y no siempre es matemático porque la vida no lo es. Pensemos en el amor –origen del lenguaje y quizás la palabra más precisa para explicar la condición humana. El amor es lo más real que existe: fuimos creados por y para amar. Pero al desenvolverse en lo concreto aparecen elementos de particularidad.

 

En un mundo que ha perdido tanto el significado del amor, que puede significar todo y nada a la vez, recuperar su esencia no quiere decir matematizarlo. Que el origen del lenguaje sea el amor, es una realidad que la lingüística no es capaz de mostrar desde sus aspectos metodológicos “La objetividad de la verdad está maclada con el carácter público del pensamiento, con el carácter solidario, social, del lenguaje y con el carácter razonable de la realidad”⁶.

 

Lo propio del lenguaje es que es común, no individual como la mirada. Y esa dimensión social de la verdad –que no es relativismo–, explica el porqué los ojos no pueden hablar. Porque nos perderíamos de la belleza de las palabras para explicar una asignatura, contar una historia o transmitir un mensaje. La vaguedad del lenguaje demuestra la necesidad de los demás para esclarecer, deshacerse de las mentiras, eufemismos o manipulaciones y comprender mejor la realidad. Se trata de aprender a encontrar la verdad en los huecos y fragmentos de la vida ordinaria. De modo que ni un afán de precisión, ni la ambigüedad la ahoguen.

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1 Russel, Bertrand. (1923). “Vaguedad” en M. Bunge (ed.), Antología semántica, Buenos Aires, Nueva Visión (1960), p.23.

2 Russel, Bertrand. “Vaguedad”, p.23.
3 Conesa, Francisco, y Nubiola, Jaime (2002). Filosofía del Lenguaje, Barcelona, Herder, p.153.

4 Conesa, Francisco y Nubiola, Jaime. Filosofía del Lenguaje, p.154.

5 Nubiola, Jaime (2000). “La Investigación Filosófica Sobre el Origen del Lenguaje” en Pensamiento y Cultura, Santafé de Bogotá, n. 87-9. 

6 Conesa, Francisco y Nubiola, Jaime. Filosofía del Lenguaje, p.156.

Paulina Cerdán

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